El día 16 de Junio se falló el PREMIO BLAS DE OTERO en el Centro Cultural del mismo nombre.
Fue una velada gratificante y bonita. Hubo literatura, música y hasta una copita para celebrar el acto y la buena organización.
JURADO CALIFICADOR
Leyendo el relato
Recibiendo el ACCESIT
EL LENGUAJE DE LA SELVA
Un sol inclemente ha deshecho el
velo de gasa gris del amanecer y, a esa hora del mediodía, la luz y el calor
son abrasadores, preludio de la lluvia tropical que descargará por la tarde. Hombres
manejando máquinas, pertrechados de herramientas, se han adentrado en lo más
umbrío de la selva. Manipulan con celeridad, conocen su oficio. Los habitantes
de aquel paraje, indígenas, animales y plantas, saben que siempre sucede algo terrible
cuando los hombres sonrosados irrumpen
de improviso. Poco tardarán en comprobarlo.
Un crujido atronador, seguido de un ruido seco
de astillas, retumba en la jungla. Calla
el motor de la sierra eléctrica. El
desgarro del follaje acaba por completar el espectáculo del crimen; otra
víctima ha caído a consecuencia de la ambición. La reacción es inmediata.
Todo
se agita. Surge la fascinación de la abominable. Un rumor de cuerpos en movimiento
recorre el suelo; son insectos, reptiles, pequeños roedores que huyen, se esconden.
En las alturas, pájaros enloquecidos baten sus alas y se desplazan entre
chillidos sacudiendo el entramado de las ramas con rápidos movimientos; también
se hace más audible el chapoteo en las orillas del río. El silencio que viene a
continuación trae un lamento proveniente del fondo de la Humanidad. Se sabe que esta vez la víctima ha
sido el cedro centenario; el mismo que se dejaba embargar por el frescor de las
aguas, los rayos perpendiculares del sol, los colores iridiscentes de las orquídeas…
Aquel cedro amazónico, surgido de la tierra
húmeda y fértil con la fuerza de un gigante, yace ahora en un claro de la selva, sacudiendo las ramas
con gesto impotente. Sólo consigue que las hojas se sobresalten.
Fantasmagoría, existencia pálida… ¡ muerte!
No es la primera vez que un hecho así sucede. Avistado desde el aire el gran cedro por Don
Maldito – el conocido maderero, dueño del aserradero, los astilleros, también de la cementera –ha obrado con
rapidez, llevando subrepticiamente la máquina infernal, desconocida hasta
entonces en aquellos parajes selváticos.
Minutos
antes había hablado el gran río. Bajaba
espantado, ansioso, agigantado. Venía de aguas arriba. Había visto
instalarse en un espacio abierto, hacia el interior, una construcción complicada,
con máquinas, vehículos de transporte, hombres uniformados… Algo terrible
ocurriría. ¿La tala selectiva? Lo había
visto otras veces. Escogen ejemplares aislados, magníficos, únicos. Huyen con
el tronco y dejan abandonadas en el suelo
las ramas, las hojas, las huellas del suceso.
–Cedro,
¿lo ves? Allá, a lo lejos
Desde
la alta copa, el cedro mira con ojos de periscopio. Solo advierte una polvareda
en lontananza.
–Gran
rio, yo no puedo distinguir; no he salido nunca de este paraje. Solo he visto
polvareda y muerte cuando años atrás, hombres rasgaban la piel de otros árboles
para recoger sus lágrimas blancas en pequeños cubiletes. ¡De eso hace tanto
tiempo…!
–¿No
ves unas máquinas con ruedas?
–Sí,
ya las veo. ¿Quiénes son?
–Depredadores.
Vienen de más arriba. Se llevan todo lo que produce dinero.
La
lluvia tropical hace acto de presencia. Es intermitente, descarga con fuerza
durante un corto periodo y cesa.
Lo
elevan con una gran grúa hasta un camión remolcador, camino de la autopsia. Acostado
su tronco en aquel artefacto, echa una última mirada al tocón que queda
enraizado a la tierra que le vio nacer. No, no está muerto, la savia aun corre
por su interior.
–¡Eh¡,
gran río, ¿adónde me llevan?
–Al
aserradero, sin duda. Está en mi camino de bajada. Lo conozco.
La
máquina poderosa avanza por la trocha paralela al río, que baja turbulento,
salvaje, con aguas marrones amontonadas de lluvias, llevando en su cauce toda
clase de desechos, plásticos, espumas
malolientes. Aquellos caminos son desconocidos para el cedro.
Kilómetros
de carretera inundados de un aire
irrespirable, empolvan de una capa insana los escuálidos cultivos del interior.
Se escuchan explosiones que dejan el aire contaminado de humo y olor a pólvora,
arrojando al aire pedazos de montaña que son amontonados en vagonetas.
La
revuelta del camino deja al descubierto una escena de ciencia ficción. El humo
blanquecino lanzado a bocanadas por aquella especie de barco gigantesco de
cemento y metal, cubre el estuario del río de una nube tóxica. Un gran colector
vuelca toneladas de aguas opacas. ¿Será el mismo del que le habló una vez el
gran río? El árbol lo relaciona con las espumas amarillentas que envenenan su
caudal y se remansan en las orillas, enredadas con detritus y peces muertos.
El
camión se mueve con dificultad; la marcha es lenta, tortuosa. Campesinos de los
alrededores ven pasar el cortejo fúnebre. Se escuchan panegíricos al muerto, de
admiración, de envidia.
Ya
en la sala de disección, operarios manejan grúas poderosas provistas de grandes
garfios y dejan su cuerpo en una cadena sin fin, lenta, vibrante.
Un tipo fornido, con andares de borracho, hace
pasar al gran por el tornillo devorador que le despojará de su vestimenta.
“Todavía puedo sentir mi corteza de estrías longitudinales, recordar el suave tacto de
las serpientes formando ondas en mi torso, los monos balanceándose en mis
ramas, las arañas tejiendo su encaje, el viento topando contra mi gran copa…”
Su conciencia empieza a nublarse, a desenfocar
los objetos. Su cerebro ya no puede dar órdenes, pero aun tiene tiempo de
pensar en la cantidad ingente de oxígeno que ha proporcionado a la atmósfera a
lo largo de sus ciento cincuenta años… “¡Que no desaprovechen mis hojas,
tampoco la raíz! Los indígenas obtienen infusiones curativas. Sí, yo lo he visto”.
Siente frío, la savia empieza a secarse.
Con
precisión de cirujano, sierras cortantes entran en acción; penetran en su
cuerpo y lo separan en gruesos tablones. Formulas eficaces para destruir más en
menor tiempo Un estremecimiento de sus fibras más íntimas anticipa el final; es
el último estertor, el llanto silencioso de la mutilación.
En
el patio exterior le apilan junto con otros cadáveres.
Un
coche de lujo aparca delante del portón. Es Don Maldito, el inescrupuloso
millonario que dice defender el trabajo de los obreros. Viste camisa fina de
algodón, botas de montar y sombrero de ala ancha; deja ver las encías a través de un puro
habano. El rostro tenso, como figura de cera, se esconde detrás de unas gafas
oscuras. Una astilla se clavó en su ojo y desde entonces las órdenes las
imparte desde fuera. Señala los tablones
del cedro con un ademán de la mano. Ha pronunciado la palabra quilla.
La
tala indiscriminada está prohibida. Las autoridades deben haber sido burladas,
si en esa parte del mundo la autoridad no fuera él. Los casos de denuncias se
archivan en lugares equivocados. Provienen de activistas o paranoicos,
según constan en los informes oficiales.
Cuando alguien le pide explicaciones adopta una actitud de embalsamador; se
sabe intocable.
Una
sirena marca el final de la jornada. El guardián deja caer la puerta metálica
como una guillotina.
Cuatro
hombres acuclillados rodean la parte del cuerpo del gran árbol que ha quedado unido
a la tierra a través de sus endurecidas raíces. Don Maldito lo quiere para una
mesa de campo. Estudian la forma de arrancarlo de las entrañas de la tierra.
Han venido pertrechados para pasar el día en la selva.
El lugarteniente
monta una barbacoa en la pequeña playa que forma el remanso del río. Comerán
con regocijo.
En
el pequeño claro de la jungla se ha corrido la voz de esta operación. Todo
fluye con aparente normalidad, pero, desde los más intrincados rincones se prepara una ofensiva de grandes proporciones.
Ya todos saben que el cedro centenario ha sucumbido a la acción indiscriminada
de los hombres, los mismos que ahora han vuelto a invadir su ecosistema.
Las
grandes hormigas soldado esperan en formación detrás de los helechos. Son la
piedra de choque, sólo esperan órdenes. A una señal de sus antenas, el
comandante en jefe de las hormigas cortadoras gigantes ordena el avance en
fila, pausado, imparable, decisivo.
Empiezan
la ascensión por los pies, siempre en disciplinada marcha. Los monos titís se
han descolgado de las ramas y están colaborando; quitan la ropa de los hombres,
hacen intención de ponérsela, chillan; uno de ellos le arrebata las gafas a Don
Maldito y se las coloca encima de la nariz con alaridos de victoria.
La
serpiente pitón aparece silenciosa. Aquellos hombres no alcanzan a coger sus
rifles, se debaten entre las hormigas y los monos. Asciende con movimientos
circulares inutilizando el torso de Don Maldito. Presiona. Ya solo quedan fuera
de su alcance los brazos. A ellos han conseguido llegar las hormigas. Sus
mandíbulas actúan como tenazas. El cachazudo cocodrilo avanza desde las aguas
marrones; sabe lo que está sucediendo. Con un rápido y ágil movimiento se traga
la hamburguesa de carne a la brasa que tiene en la mano; escupe el brazo por la
comisura de su gran bocaza: ya solo encuentra huesos.
Allí,
junto al cementerio de hojas y ramas del viejo cedro, los indígenas miran
atónitos, escondidos entre el follaje, amontonados como racimos de cocos. Un mono
colgado de una rama se orina en el parabrisas del todoterreno.
Nuevamente,
una lluvia torrencial comienza a caer con violencia. Los animales desaparecen
para evitar las enormes gotas de agua
que rebotan como balas. Una neblina de agua y vapor inunda el entorno, creando
una atmósfera sobrecogedora, misteriosa. La descarga de agua dura unos cuantos
minutos, los suficientes para limpiar el lugar del suceso de rastros
pestilentes. Cesan el fragor, el espanto, también la lluvia. El agua seguirá
goteando de las hojas por un tiempo, produciendo un suave rumor que tardará en
apagarse. Las tinieblas, replegándose sobre los recuerdos visuales, nos dirán
que el orden se ha restablecido.
La naturaleza también tiene sus formas de
venganza. El hombre solo las intuye levemente, sin prestar la debida atención. Quizá
sea debido a esa falsa posición de privilegio que le impide percibir emociones
singulares y mensajes inaudibles.
Pero
una luminosidad lechosa, proveniente del fondo de la Humanidad, se abrirá paso
con el amanecer y comenzará un nuevo día con el jadeante pálpito de la vida
perezosa, ardiente y dulzona de la selva, y una herida ulcerada nos recordará
la presencia invisible del cedro centenario.
¡ENHORABUENA! Charo. Seguro que te merecías más el primero, porque tu cuento de la selva era buenísimo.
ResponderEliminarUn abrazo
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