viernes, 21 de enero de 2011

CLUB DE ESCRITORES Biblioteca Fuencarral - Comunidad de Madrid





De su amistad disfruto y de todos aprendo.
Escribimos relato corto con un tema concreto cada semana.
Este año nos hemos "embarcado" en un proyecto común que esperamos llevar a buen puerto. Se trata de una novela: "CRUCERO POR EL AMOR Y LA MUERTE". Cada autor escribe un capítulo: crea un personaje y lo sitúa o relaciona con una ciudad de las que figuran en el itinerario del crucero organizado.
Irán apareciendo los capítulos identificados o bajo seudónimo. Hay reglas internas de las que se hablará más adelante. ¡Estamos en los prolegómenos de la gran obra...! Síguenos, no te lo pierdas.

sábado, 8 de enero de 2011

LA PELICULA DE SU VIDA

                   
         
LA PELICULA DE SU VIDA        
            El desasosiego le arrastra en forma de ráfaga hasta la pantalla de un cine de barrio. Es la tercera película que Frank verá esta semana. Es un habitual de los ciclos de cine negro. Desde su puesto de corredor de apuestas, Frank vive tensiones que necesita aliviar. Hay clientes difíciles; la gente del hampa apuesta siempre a ganar. 
            Billy, el acomodador, sabe su asiento preferido: fila catorce, butaca central.
            Marco urbano. Años cincuenta. La cámara planea sobre Manhattan. Un edifico de quince plantas. El portero limpia el pasamanos de la escalera. En la habitación del apartamento, un hombre convencional, al que Frank decide identificar como el  “tipo”,  se mueve inquieto en la semioscuridad. Se sienta, intenta leer. Desiste. Se sirve un wisky. Sobrevuela la escena el saxo de David Sanborn, uno de los músicos de culto de Frank y esto le hace sentir una primera aproximación hacia aquel tipo, que rezuma melancolía por sus apagados ojos, su calva de color oxido y sus asimétricas orejas. Se incorpora, baja el volumen del tocadiscos y hace una llamada telefónica.
            Frank se siente cómodo. Todo le resulta  familiar: esa forma de coger la pipa, sólo un cubito de hielo en el wisky, el sofá de skay rojo, el papel floreado de las paredes... 
            Una rubia de adelantados pechos y labios rojo pasión aparece en escena moviendo las caderas con desdén. Frank juraría que le ha guiñado un ojo. “ Estas juegan a tres bandas. Siempre aparecen asesinadas en ropa interior en la habitación costrosa de un motel”.  No le merece la pena desviarse de la acción principal. Prefiere seguir los movimientos del tipo.
            La conversación telefónica comienza a dar información que tiene que ver con el desenlace de la película. Por las evasivas se desprende que, al otro lado de la línea,  alguien pide explicaciones. Cuando empiezan las excusas, Frank se percata de que la historia, sorprendentemente, podría ser la suya propia. Y, a medida que la acción avanza, las situaciones se asemejan tanto a las que él está viviendo que son casi iguales, por no decir idénticas.
            Dos hombres entran en la sala. Se quitan los sombreros y se sientan a ambos lados de Frank. No quiere hacer ningún movimiento que denote que no le ha pasado desapercibida su mala catadura. Son profesionales de la extorsión y el crimen, seguro. Se arrellana en la butaca y fija su atención en la pantalla.
            Después de media hora de proyección, una inquietud insana se ha apoderado de Frank; le parecen imposibles tantas casualidades. “Esta historia no tiene misterios para mí: este tipo no tiene cojones para enfrentarse al presente y encarar el futuro. Es un ambiguo, un mierda. ¡ Si lo sabré yo! “.
            Su agitación llega al máximo cuando el tipo se introduce en un jersey a rayas grises, verdes y rojas exactamente igual al que él lleva en ese momento, salvo que los bordes de las mangas están deshilachados. “¿Quien es aquel infame?”. El corazón le va a estallar. Intenta reponerse de su estupor, pero sin éxito. Un sudor pegajoso de crecepelo le corre por la frente. Necesita hablar con alguien para sentir la realidad. Piensa en Billy, el acomodador. Pero no le ve sentado en la última fila, como otras veces. Ahora le viene a la memoria un detalle que, en su momento, le pareció extraño, pero que no supo encajar en la trama:  ¡Billy era el portero que limpiaba la escalera…! Claro, salía en las primeras escenas…
            Preso de una violenta agitación, Frank sale al vestíbulo. Tiene la boca seca. Pide una botella de agua fría y bebe con ansiedad. Se cuestiona qué hacer y piensa que lo mejor sería volver a su casa, pero la curiosidad por conocer más detalles le hace entrar de nuevo a la sala.
            La acción se centra en los muelles del puerto,  desiertos a esas horas de la noche. Se adivina un olor a herrumbre, salitre y cuerpos que no conocen el desodorante. Unos sujetos mal encarados están esperando. Frank lo deduce de las desajustadas posturas de sus cuerpos, de sus cortos e inquietos paseos. Son los mismos que ocupaban los asientos contiguos al suyo antes de que él saliera al vestíbulo.
            Cuando aparece el tipo, acorralado por esa situación desesperada que él sólo se ha buscado, hay un corto entrecruce de palabras:
            –Acércate, traidor, ¿dónde escondes el sobrante? –le increpa el hombre que parece liderar el grupo. Una pistola le apunta directamente a la entrepierna y el ganster se contonea con gestos provocativos y soeces.
            Frank se imagina la boca del cañón del arma como una sonda urinaria. “Ese tipo tiene que reaccionar… ¿A qué espera?, ¿a qué esperarías tú? “
            Una voz emancipada de su dueño comienza a dar explicaciones totalmente insuficientes; nunca podrán ser convincentes. Imposible esperar milagros de  hombres que no conocen la piedad. Ansioso por interceptar una mirada amiga, el tipo gira la cabeza en todas direcciones, pero el silencio y la nada dominan la escena.  Un forzado intento por salvar la vida le aconseja correr para alcanzar el embarcadero. Quizás… Pero una caja de arenques podridos se interpone en su camino.
            Frank cae presa de una excitación incontrolada. Sale definitivamente de la sala; tiene la amarga sensación de que le han sorbido la personalidad como si fuera un granizado de limón. Siente vómitos, náuseas… ¿Y ahora, qué? Necesita aclarar la ambigüedad que está viviendo.  Su sitio está en el lugar de los hechos.
            Las luces del centro de la ciudad se alejan y las calles se convierten en caminos degradados. “ Suerte que había un taxi vacío a la puerta del cine. Aquí estoy, no quiero que parezca que huyo de la situación… de mi situación”.
            El muelle está a la vista. Frank cree ver borrosas siluetas al final del callejón. Baja del taxi. Ruidos que podrían ser disparos resuenan en la noche. “No corras, es igual, sabes que el destino es una tela de araña. Has caído en ella por casualidad y el monstruo espera con sus mandíbulas asesinas a que desfallezcas, para aproximarse y dar el golpe mortal “. Pero este pensamiento se ha quedado prendido del pasado porque Frank,  al ver el brillo asesino de las armas de fuego, corre enloquecido hacia el embarcadero y, en una huida descontrolada, se lanza al agua.
            Solo al darse cuenta de que ninguna bala ha hecho blanco en su cuerpo, comienza a remitir el ataque de ansiedad. Unos descargadores ven la escena y corren hacia el lugar donde flota el sombrero de Frank. Le sacan chorreando aguas aceitosas.
            Las noches de noviembre son frías y brumosas. Se sube el cuello de la gabardina y avanza unos pasos convertido en un manantial, chapoteando en su propio destino.
            El taxi espera. Por el espejo retrovisor se vigilan los dos hombres. Es el taxista el primero en hablar. Escupe indignación:
            –¿Se ha creído que el taxi es una palangana?  
            –Disculpe… yo… esos hombres son… son sicarios del crimen. Puedo olerlos a millas de distancia y más si les he tenido sentados a mi lado…
            –No me cuente películas. Mientras usted se metía el chapuzón alguien ha venido con un aviso. Le llevo hasta la esquina del malecón, allí le espera un hombre. Son veinte dólares. Yo me largo.  Ah¡… y  recoja del asiento su sombrero, ¡parece una gaviota muerta!
            Frank sale del taxi. Una alocada exploración de periscopio le hace desenfocar los objetos; la amenaza flota en el ambiente. Tiene la impresión de estarse escuchando por dentro. “De qué te ha servido la zambullida? Está claro que has hecho una interpretación incoherente de la escena del puerto”.
            Un hombre asoma el cráneo oxidado por detrás de un contenedor y da unos pasos, desafiante.  Esos ojos submarinos, fijos, gélidos, solo pueden querer decir una cosa. Los dos conocen la historia del destino y la tela de araña.
            Es el tipo el que ahora habla con una voz  pesada, impersonal:
            –Acércate, traidor, ¿dónde escondes el sobrante?
            La cara de Frank echa fuego con el ardor de la urgencia en aquel anochecer enfermo de luz. Esa ausencia de actividad… la soledad del callejón de las bilis revueltas… el demonio de la certidumbre, todo le transporta a la butaca que ocupaba hace apenas unas horas, cuando aún mendigaba sueños. “¡Increíble, el tipo se ha deshecho de los gansters!  No debí marcharme sin ver el final”.
            Sabe que la contestación que va a darle no aguanta la más mínima prueba de condescendencia;  pero este es su papel.  Frank  reproduce el bajo personaje salido de las sentinas que lleva dentro. Aquellas escenas con las que, al principio, se sentía cómodo e identificado, ahora aparecen desprovistas de magia. Las miradas que se cruzan van cargadas de odio.
            –He transitado demasiadas veces la ruta de la muerte– contesta lacónicamente, queriendo dar a las palabras un significado profético.
            El tipo inmoviliza la acción que ya había iniciado, intentando interpretar  la frase como una clave para dar con el dinero. Pero, inopinadamente, en un intento desesperado por arrebatarle el revólver, Frank se abalanza sobre él como un gato neurótico.
            Un último disparo.   
            Frank se ha fijado  en la sombra escurridiza que proyecta el tipo en el suelo. ¡Hasta la sombra le ha robado ese usurpador! Su cuerpo se inclina como las varillas de un zahori. Un líquido rojo, viscoso y caliente, que cualquier principiante podría identificar, forma arabescos en las losas gastadas. Se palpa el costado. Su mano de cirujano brilla a la tenue luz de una farola. Un charco de sangre le está esperando. La caída viene sola. Su cuerpo se desploma hasta acomodarse a la opacidad que ha dejado aquel tipo dibujada en el suelo. Desde el pavimento,  pringoso de fluidos y porquerías portuarias, intenta levantar los brazos. La sangre ha empapado el jersey a rayas grises, verdes y rojas y corre por los bordes deshilachados de las mangas. El tipo, inclinado sobre su cuerpo, ha quedado fijado en su retina como un último fotograma. Pronto aparecerá: THE END.
            Con parsimonia, arrebujado en la gabardina salpicada de algas putrefactas, el tipo balancea un sombrero de fieltro gris que no deja de gotear. Se aleja con pasos rotundos, triunfantes. Antes ha escarbado con tenaz insistencia en el cuerpo de Frank.   En el  bolsillo interior del pantalón ha encontrado una chapa con la pequeña llave de la consigna de una estación de trenes. No hace falta ser el detective Marlowe para saber que allí se encuentra el sobrante. ¿O quizás no?
            Zapatos que escapan, el motor de un coche…  y otra vez la nada. 
            Con el último aliento, Frank alcanza a susurrar: “¡Qué difícil resulta a veces interpretar la propia película de tu vida”.

           
                     Publicado en Antología relatos de humor “El hombre que se ríe de todo”
                                              Ediciones Irreverentes

ENCUENTROS EN LA RED


 Aquella calurosa tarde de mayo la terraza  estaba completamente llena. Andrés esperó a que se desocupase una de las mesas y pidió un whisky.  Un rápido vistazo le sirvió para comprobar que con una prenda roja había  cuatro mujeres, -decididamente era el color de moda de esa temporada-, pero ninguna se acomodaba a la descripción que él buscaba.
             Eva llevaba diez minutos sentada en la única mesa que encontró libre, un poco esquinada  y con no demasiada visibilidad desde las mesas del fondo. Fue una media hora interminable, en la que Andrés pasó revista a todas las secuencias de su relación y sin saber exactamente por qué, en el último momento se generó en su ánimo una especie de desconfianza hacia todo lo que estaba viviendo
            Había salido de su casa con gran decisión. Sabía que si dudaba no acudiría a la cita y había llegado demasiado lejos como para echarse atrás. La cita era a las siete de la tarde en una terraza de la Plaza de Santo Domingo, en pleno centro de Madrid y, para que no hubiese duda, imprimió el plano con la localización según el callejero de Internet.
            Hacía ya un tiempo que la red formaba parte de su vida. Ahora todo podía cambiar justamente por los benditos contactos.  Andrés tenía cincuenta y ocho años, estaba divorciado y sin compromiso. Pertenecía a un club cibernético  que por una cuota mensual garantizaba contactos formales, pero de vez en cuando le gustaba navegar por su cuenta para ver cómo estaba el mercado.
            Desde hacía tres meses chateaba con una mujer a la que por fin esa tarde iba a conocer. En un principio fue todo formalismo: cómo te llamas, a qué te dedicas, cuales son tus gustos… Pero la persona que estaba al otro lado de la red era mucho más incisiva que él. Tenía treinta y dos años, trabajaba en una peluquería, le gustaba mucho salir, conocer gente, bailar… Ella misma se describía como animosa, resuelta y decidida.  Se diría que la iniciativa la llevaba ella, aunque no se sabía muy bien hasta donde pensaba llegar.
            La entrada  de Elvira en su vida  fue como un huracán. Conforme iba sabiendo más cosas sobre ella, la imaginación de Andrés volaba. Como norma, cuando iniciaba algún contacto, desde el primer intercambio de información, se quitaba diez años de encima pero, en ese caso, ante el ímpetu de esta chica, decidió jugar fuerte y se quitó quince. Si ella confesaba treinta y dos él tenía que pasar por tener cuarenta y tres.
            Eva era tenida por atrevida entre los amigos del instituto. Tenía diecisiete años y  le gustaba cultivar su imagen gótica. Se movía siempre en grupo pero, ocasionalmente, también hacía incursiones individuales en el mundo de las posibles amistades.  Ahora llevaba cuatro meses zambullida en los contactos por Internet y, además, usurpando la personalidad de su hermana Elvira. Se acostumbró pronto a los halagos fáciles, al juego ambiguo y realmente llegó a intrigarle  ese hombre maduro que la bombardeaba con mensajes, que le prestaba atención, que nada tenía que ver con los alocados chicos de su pandilla.
            Al principio fue un pasatiempo, luego una costumbre, pero últimamente se estaba convirtiendo en una obsesión: intercambiaban mensajes hasta cuatro veces al día. Los dos vivían pendientes de la pantalla.
            Esa tarde se le planteaba el problema de cómo iba a presentarse ante él y lo mejor que se le ocurrió fue seguir manteniendo la imagen que había adoptado al principio. Si, sería su hermana Elvira hasta el final.
 Dos horas estuvo Eva intentando por todos los medios aparentar más edad. Siempre pensando en qué se pondría su hermana para una primera cita, escogió algo atemporal: chaqueta y pantalón vaquero, una camiseta roja, -ésta iba a ser la contraseña-  y botas de tacón alto. Con las mechas rosas pintadas de negro, se alisó el pelo, lo recogió en un moño y completó su arreglo con unos pendientes largos. Muchas veces había visto a su hermana hacer lo mismo y a ella le gustaba el resultado: desenfadada, moderna, sin edad  precisa… como ella suponía que debía ser el aspecto de Andrés, más o menos. Un último vistazo al espejo: “la suerte está  echada, no puedo hacer más  ¡Dios mío, esta camiseta me va a estallar…¡ A partir de mañana ni un solo dulce. Vamos allá. Ah¡ el plano de situación…ya se me olvidaba".
A esa misma hora Andrés se estaba preguntando si daría la impresión de un hombre de cuarenta y tres años. Unos días antes se había teñido las canas, había comprado ropa juvenil y había cambiado de gafas,
 ¡ fuera modelos clásicos¡ Ahora tocaba estar en el mundo de la plena actualidad: camisa polo azul claro, pantalón blanco…. Se echó por los hombros una  juvenil cazadora beige, comprobó que llevaba el móvil, la cartera…Quizá fuesen a bailar, la gente joven …ya se sabe…Pensando en esa posibilidad se cambió de zapatos. Luego  buscó las gafas de sol y salió de su casa a las seis y media en punto. Tomó el primer taxi que pasó.
 Ahora Andrés observaba cómo una chica instalada en una de las mesas más alejadas  comprobaba algo en un papel. Instintivamente sacó el plano que tenía guardado en la chaqueta y lo extendió en la mesa para comprobar que las indicaciones eran correctas.
Un viento  huracanado  anunció de repente un cambio de tiempo. Cayeron algunas gotas y en pocos segundos comenzó a llover con fuerza. El público desalojó las mesas precipitadamente. En cuestión de minutos la terraza quedó prácticamente vacía.
Andrés se puso las gafas de lejos y, al levantar nuevamente la vista, sus ojos quedaron clavados  en aquella adolescente fofa llena de pirsins, con una camiseta roja , que le observaba aleladamente.  Un golpe de viento elevó los planos que ambos tenían sobre las mesas y los arrastró en un remolino hasta desaparecer de su vista.
“ Pero …no puede ser, pero sí…claro… la camisa polo azul…el pantalón blanco”. Eva contuvo la risa y pensó: “con este viento hasta el tupé se le va a volar al abuelete… o sea, que él también  se estaba tirando el moco…¡ Para que te fíes de los maduros interesantes! Esto es como para partirse el culo ...”
            Conscientes de la situación, los dos fingieron adoptar una  actitud de dignidad,  más teatral que otra cosa, y la mirada que se cruzaron iba cargada de un odio infinito. ¿Engaño?, ¿desengaño?, ¿ambas cosas a la vez?
      Andrés  acabó su segundo whisky, pagó la cuenta y despaciosamente encaminó sus pasos hacia  las calles bulliciosas. Necesitaba alejarse cuanto antes de aquel fracaso.
            Eva consultó el reloj y prefirió quedarse sentada unos instantes, hasta que Andrés desapareció de su vista. Sintió alivio cuando volvió la cara hacia arriba y la lluvia se llevó el espeso maquillaje.