sábado, 27 de noviembre de 2010

AMIGOS DE LA INFANCIA

      
           


            No era un fantasma quien surgió de la niebla. Era algo más.
            Estación London King´s Cross. Éramos centenares, quizá miles. El tren procedente del sur volcó su vómito de hombres jóvenes. Busqué a mi amigo de la infancia. Por él me alisté voluntario. Aun puedo escucharle: la Patria nos necesita.  Unos ojos clavados en la nada se dirigían hacia mí: profundas ojeras en un rostro oxidado, ceniciento, despedazado por enfermedades y derrotas; harapos sobre un cráneo salpicado de costras. Cruzamos nuestras miradas. El oleaje de la multitud descabalgó nuestros cuerpos y, a través de su raída guerrera, pude ver una cicatriz imborrable en mitad de su pecho. Me alargó una mano de mármol con la falange perdida del dedo anular. Su cabeza osciló en un gesto afirmativo. El esfuerzo pareció agotarle. Se le veía viejo de pocos años. Miré avergonzado mi pecho, mi dedo anular.
Me vi volviendo del futuro sin apenas haberme ido. Nos abrazamos. Subí al vagón. Sonreía desde el andén.  

        Publicado en Antología "AMIGOS PARA SIEMPRE"      Editorial Hipálage
         

jueves, 25 de noviembre de 2010

TATUAJES



    Aparcó la moto tuneada. Un rosario de ofidios de todos los colores la cubría del manillar al tubo de escape. Se quitó el casco de hongo y lanzó un rugido con el acelerador  que hizo temblar los tiestos de los balcones.
    Si decimos que El Sebas era un tipo excéntrico es tanto como no decir nada. Era muchísimo más que eso.
 Gustaba llamarse a sí mismo el rey de las transformaciones.
Esta inclinación le había llevado desde muy niño a no querer ser lo que era y a querer ser otra cosa distinta. Un galimatías para su pobre madre, que no sabía nunca a qué atenerse.
¿Por qué no jugaría al fútbol como todos los chavales?, ¿o salía al recreo para pegarse con  los otros niños, como Dios manda?  ¿Y la manía de destrozar juguetes para transformarlos en otra cosa? De un avión hizo una vez tres artefactos diferentes: con las alas atadas a un cubo hizo un casco de guerrero; las ruedas las utilizó para hacer un patinete en miniatura valiéndose de un lapicero. Por último, envolvió en cinta aislante lo que quedaba del mutilado y lo convirtió en un torpedo ¿Eso era normal?
A los doce años empezó a no querer que le comprara ella la ropa ¿Qué le inducía a teñir y diseñar él mismo su indumentaria? Pero si la había de todos los gustos, precios, colores, modas…Los escaparates se caían de tanto traperío…porque eso era, más o menos, lo que llevaba su hijo. Era el ansia de ser diferente, de distinguirse de los demás. Eso, llevado al extremo, podía ser un problema en un momento determinado, le había dicho la tutora del colegio.
Mientras estuvo en la adolescencia su madre pensó que era fruta del tiempo, que ya maduraría. Era una etapa difícil y retorcida. Se estaba fraguando su personalidad, aunque en su interior pensara que era a costa de hacer añicos la suya. Espero, se reconcomió  y se apuntó a un curso de yoga.
En el colegio también tenía sembrado el desconcierto:
     –Mire señora, yo admito que los chicos marquen su propia imagen, pero Sebas tiene tan agudizado ese sentimiento que hay días que no le conozco. Solo cuando paso lista y levanta el brazo compruebo que se encuentra en clase.
–A mi me lo va a decir…Ayer estuvo toda la tarde tiñéndose de azul. Usted no se va a acordar, pero antes, después de sacar la ropa blanca de la lejía la metíamos en añil… Si, una disolución de agua y una bolita de azul añil. Entonces parecía que le daba a la colada un toque de prestancia o de frescura, qué sé yo. Bueno, pues…
–No me diga más: ¡ Ha encontrado el añil!   Hoy, hasta los dientes traía de ese color…
–¿Los dientes también? Eso no lo he visto yo…ha tenido que ser en el espejo del ascensor.
Poco le duraba el efecto placentero de su hallazgo; a los pocos días ya andaba por otros caminos, descabalgado de su realidad anterior.  Últimamente le había dado por los tatuajes y se pasaba el día dibujando monstruos y seres imposibles. Se temía lo peor.
La desorientada madre pensó que con el tiempo El Sebas iría remitiendo en sus notoriedades y ella podría cambiar su maltratada forma de ver los excesos por una interpretación que pudiera aproximarle a su hijo.
Pero se encontró con que las respuestas cada vez eran más elaboradas. Ya no la decía: “mamá, yo me veo bien, déjame con mis rollos, a mi me mola mazo… ya está”.  Ahora le había empezado a hablar de no respetar sus modificaciones corporales, su inconformismo… su identificación con otro tipo de subcultura…
¡Ahí se vino abajo! Ahora no solo le sobrevenían preguntas, sino que las respuestas le dejaban en blanco ¡Se había quedado descolgada…la pobre!
El Sebas pasó la edad del pavo entre cambios, tumbos y caprichos. Cuando la madre consideró que 19 años era edad más que suficiente para empezar a dejar de dar vueltas sobre sus excentricidades como una peonza, acudió a un profesional.  
Fue sola a la consulta de un psicólogo. Quería libertad para contar con pelos y señales el calvario que estaba pasando.
–Un claro ejemplo de traumas de la infancia …de insatisfacción personal, problemas emocionales, situaciones conflictivas, conducta autodestructiva…fue la retahíla que le soltó el experto en trastornos.
–Eh, pare, pare, tengo cinco hijos y este es el único que se pinta de añil, que se quita la suela de los zapatos para ponérsela de corcho y que se forra las botas con el hule de la mesa de la cocina  ¿Qué es lo que dice que tiene mi hijo, que no le he entendido bien?
-Comportamiento bifurcado. Y déjeme que le diga que usted está demostrando una falta total de capacidad para resistir lo que cree que es adversidad. Y eso tiene un nombre, se llama…
No le dejó terminar. Había epidemia. ¡Ahora resultaba que la culpa era de ella…! Salió de la consulta con la cabeza como un molinillo y con la firme determinación de mantenerse al margen de las extravagancias de su hijo.
 El Sebas Había encontrado un trabajo en un taller mecánico y estaba decidido a irse a vivir con dos amigos. “Es lo mejor- pensó su madre. No quiero ser cómplice de más traumas. Fuera del ambiente familiar tendrá que ocuparse de las necesidades primarias, incorporarse al trasiego y las dificultades de la vida, de la normalidad”.
 Luego se demostraría que no iba a ser así.
Al cabo de los seis  meses la mente de El Sebas bullía como una olla a presión. Le había sobrevenido una idea que le tenía completamente abstraído. Y la puso en práctica tan pronto como se dieron las condiciones precisas.

Cuando Juando el tatuador  de moda vio entrar en su local a aquel individuo con la cabeza totalmente rapada y el cuerpo depilado como una actriz porno, supo que tenía asegurado un cliente de los que él llamaba material de primera.
 Un primer vistazo al salón de entrada en el que lucían fotografías de los más atrevidos y excéntricos tatuajes y la recomendación expresa que traía de algunos amigos, fue suficiente para que El Sebas sintiera la misma empatía: éste era el tatuador que él necesitaba.
La idea la tenía muy clara. Quería que le tatuara al completo, de la cabeza a los pies, no importaba el tiempo ni el dinero. Se podía guardar el album con fotografías de modelos. Tenía imaginado mil veces un original tatuaje de lagarto. Era su animal fetiche. Cuidaba cinco en la terraza de su casa y no se cansaba de mirarles. Todo en ellos le parecía alucinante: el color esmeralda de sus escamas, el brillo esmaltado, la elegante forma de desplazarse y hasta el modo en que disparaban la lengua para conseguir alimento.
 Estuvo de acuerdo con los diseños personalizados, pero se empeñó en que el fondo debía ser verde, totalmente verde. Se trataba de tintar primero todo el cuerpo a base de agujas  para poder luego dibujar encima las escamas. Fue advertido de que algunas zonas eran muy sensibles…Nada: quería un completo.
Las sesiones avanzaban y El Sebas aparecía cada día con una novedad.  Primero se afiló los dientes hasta dejarlos como piñones. Luego se dejó crecer las uñas de las manos y los pies y una manicura gótica de la pandilla se las dejó punzantes como auténticas garras.
Llegado a ese punto Juanjo empezó a mosquearse con el hombre-lagarto de pacotilla. La semana anterior se había hecho una operación de engrosamiento de párpados  y quería que se los tatuara con toques anaranjados, igual que la papada. Ya no encontraba hueco donde no hubiera clavado antes las agujas.
–Sebas, estás colgao. Mira tío, déjalo ya. Si lo que quieres es dar el golpe,  te garantizo que lo vas a dar. Ya te advertí que tienes que aplicarte antibiótico por todo el cuerpo. No te empeñes, no son escamas, son pústulas asquerosas, con muy mala pinta.
–¡Artista! ¡Que estás haciendo un trabajo de primera, de puta madre!
El día que apareció por última vez por el local a Juanjo le recorrió un escalofrío por la espalda cuando vio aquella lengua bífida. Y eso que entonces no sabía nada del intento de implante de cola cartilaginosa…
–Serás capullo, ¿pero qué has hecho con tu lengua? Si parece un filete de hígado mal cortao…¡Es que das miedo… te has convertido en un monstruo!
Para entonces ya era demasiado tarde. El Sebas le alargó la garra derecha, le ofreció el cheque que llevaba clavado en una de las uñas y le dio las gracias con palabras gangosas.
Salió arrastrando el vientre ayudado de las extremidades  hasta llegar al descampado. Se acomodó en la rama de un árbol y, valiéndose de su lengua bifurcada, cenó insectos, todos aquellos que acudían a sus costras purulentas.
 Bajó a beber agua a una charca. Dos sapos huyeron saltando  con el espanto entre las ancas. El Sebas vio atardecer apoyado en la tapia que conservaba el calor de los últimos rayos de la tarde.Sonreía.

EN EL BOSQUE

¿Qué le indujo a Juanjo aquel amanecer de octubre a  transitar el bosque? Nadie le vio salir. Supieron que no se encontraba en la casa cuando no acudió al desayuno familiar.
Se había levantado temprano, cogido un chubasquero e introducido en el bolsillo  “El gato negro” de Allan Poe, su escritor fetiche. Tiene la intención de caminar, explorar nuevos senderos de la ladera norte del bosque y sentarse a leer hasta la hora del almuerzo. No sabía entonces que una terrible tormenta y la falsa seguridad en sí mismo, iban a llevarle a un punto de no retorno, a extraviarse  por completo. Perdido en el bosque. Esa sería su realidad.
Avanzada la noche sin noticias, un  grupo de amigos montañeros deciden salir en busca de Juanjo.  Van provistos de todo tipo de herramientas, mantas, focos, provisiones, cuerdas…cualquier cosa que pueda resultar necesaria en aquellos umbrosos parajes.
            Juanjo está desorientado. Se le ha echado la noche encima. Está en el límite menos transitado del bosque, allí donde se pierde el valle y surge la negrura del lago. Hace rato que percibe  sombras siniestras. Le envuelve la bruma de la fronda. Sabe que se están dando las condiciones para el rito de la bestia: la luna llena velada por la intensa neblina, sombras y formas desconocidas entre la tempestad de lluvia y viento,  aves nocturnas retornando a sus nidos…” Y esos malditos gritos…  ¿Son chillidos? ¿Maullidos de gatos salvajes?”. Instintivamente se palpa el chubasquero. Allí está el libro, con el terrible Gato negro, que él se imagina intentando pasar las páginas…. ¿Son sus garras las que atenazan su pierna? Cree oír una risa sarcástica saliendo del fondo del bolsillo. Su corazón ha emprendido un salvaje galope. Arroja el libro a la maleza que circunda el lago y cierra los ojos. Está desconectado del mundo real.
 “Necesito alguna señal que me incite a la acción, a la espera, a algo que, para los humanos, tenga sentido”.  Le extraña la placidez de las aguas en medio de la terrible tormenta. Llega al convencimiento de que se aproxima la hora del espectro de la bestia.
            Decide alejarse del lago: le ejerce una extraña atracción.
             Allá, a lo lejos, vislumbra una línea sinuosa que pudiera ser un sendero. Camina entre matojos, enfangado, campo a través. Al acercarse, comprueba estupefacto que se trata de una carretera. “¿Cómo es posible que haya estado cerca de una carretera y no haya percibido ninguna señal de vida? “. Sin alimento, sin ropa de abrigo, sin teléfono móvil, sin nada que le pueda poner en contacto con el mundo civilizado, piensa, desfallecido, que en algún momento acabará pasando un coche. Se sienta, ovillado, en el borde de la cuneta, debajo de un frondoso castaño. Su único horizonte es esperar acontecimientos. Está exhausto. Lleva todo el día perdido en el bosque, en medio de la persistente lluvia, sin más refugio que su chubasquero.
            Un ruido apagado, pero continuo, le lleva a dirigir la mirada en la dirección de la que procede. Los faros de un vehículo alumbran a duras penas la carretera. Se aproxima con una lentitud inquietante.
             Aterido de frío, cuando el coche está a corta distancia, Juanjo se incorpora y comprueba, con terror, que el coche no lleva conductor. Decide aceptar lo que está viendo casi como una sesión de espiritismo, pero también como su única oportunidad para salir de aquel lugar. Cuando el coche pasa por delante de él, abre la portezuela y se sube en marcha.
 El coche avanza penosamente. Juanjo mira de soslayo el asiento vacío del conductor. Presiente que está a merced de una fuerza diabólica. Son las doce, la hora del conjuro. “Lo que venga de ahora en adelante pertenecerá al mundo de lo desconocido. “
            Los amigos han comenzado la búsqueda. Divididos en grupos, rastrean desde las estribaciones del pueblo hasta la zona del lago. En la ribera, entre la maleza, uno de los montañeros descubre el libro de Poe:
–¡Aquí, un libro!  Es de Juanjo, seguro.
            Otro dice haber visto un gran Gato negro corriendo hacia la espesura…  Un coro de pájaros nocturnos se encarga de neutralizar las voces que llaman a Juanjo. Tan arraigada está en el pueblo la idea de que el bosque está habitado por seres del más allá, que se pierden en observar movimientos extraños, más que en localizar a la supuesta víctima. Hay unanimidad: “Está en el lago, por voluntad propia o ajena. De aquí no nos movemos”.
            Juanjo se encuentra a pocos kilómetros de sus amigos ¡Si él lo hubiera sabido!  De manera brusca, siente lo que el cree una garra que le golpea en el hombro. Un haz de luz proyectado sobre su rostro le deja deslumbrado.
            La carretera hace una leve curva y las tibias luces del coche dejan adivinar a través de la lluvia racheada la marquesina de una gasolinera.
Juanjo todavía está inmerso en el paroxismo del terror cuando oye una voz que le grita al oído: “¡Oiga, amigo! ¿No cree que debería bajarse, echar una mano y empujar?"